VICENTE CARRIÓN MELLADO
Coadjutor de la parroquia de Quintanar

 

“Es imposible, cuenta don Sebastián Cirac en el Martirologio de Cuenca, hacer un resumen completo del dominio rojo en Quintanar. El terror comenzó el 20 de julio de 1936, a las tres de la tarde; a las pocas horas se encontraban detenidas ya un centenar de personas. Aquella misma noche comenzaron los horribles apaleamientos de que eran objeto los detenidos, especialmente los obreros y gente humilde, personas honorabilísimas, piadosas y de significación católica. Desde aquella fecha hasta final de agosto siguiente son indecibles las violencias cometidas por los rojos, tanto en las personas como en las cosas y en los edificios… fueron saqueados y profanados la iglesia parroquial y los conventos de Nuestra Señora de los Dolores de los Padres Franciscanos, de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, de las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación, y las capillas de Nuestra Señora de la Piedad, de San Sebastián, San Antón y Santa Ana. La devastación fue tal, que todas las imágenes sagradas quedaron destrozadas…”.

El padre Marcos Rincón, ofm, refiere en “Testigos de nuestra fe. Mártires franciscanos de Castilla (1931-1939)” (Madrid 1997) que “los ocho franciscanos de la comunidad de Quintanar [los padres Lorenzo Ayala, Marcelino Mariano Camuñas -único natural de Quintanar-, Ángel Gallego, Arecio Cidad y Raimundo Mur; Fray Regino Cortés, y los hermanos José Herrera y Leocadio Polo] estaban en la localidad cuando empezó la guerra civil española… Acudieron al alcalde. Este les prometió protegerles; de niño había sido alumno de los franciscanos, después había fundado el partido comunista en el pueblo. Confiados en su promesa, siguieron ellos en el convento. Y lo que llegó fue la sorpresa” (pág. 520).

El 21 de julio de 1936, les fue comunicada la orden de detención de parte del alcalde, orden que fue ejecutada por la tarde. Veinte milicianos y veinte milicianas los ataron con cordeles, de dos en dos, y los sacaron del convento. Todos los franciscanos iban con hábito. Entre burlas, los llevaron a la iglesia parroquial, convertida en prisión. Allí, les recluyeron en la capilla de la Virgen de los Dolores. Personas de la Orden Franciscana Seglar les llevaban de comer, pero no siempre se lo daban los milicianos. Estos blasfemaban delante de los religiosos, les insultaban y se burlaban de ellos, que lo soportaban en silencio. Como otros presos, los franciscanos también fueron maltratados. Vivían en silencio y oración, preparándose al martirio.

Ocho fueron los franciscanos del convento de Quintanar que sufrieron el martirio; de los cuales, D. m., en este mes se clausurará la fase diocesana de su proceso de beatificación. Por otra parte, los sacerdotes seculares, que pertenecían a la diócesis de Cuenca [recordemos que Quintanar de la Orden perteneció a dicho obispado hasta 1955], y que sufrieron el martirio fueron siete.

El padre Marcos Rincón, ofm, prosigue relatándonos en “Testigos de nuestra fe. Mártires franciscanos de Castilla (1931-1939)” (Madrid 1997) que “los carceleros daban palizas a todos los presos. Como consecuencia de ellas, algunos perdieron el juicio, otros la vida. Los franciscanos no se libraron de ese tormento. Una noche, todos fueron golpeados y maltratados en la sacristía… La noche del 25 de julio los milicianos mataron a un seglar en la sacristía; luego hubo un tiroteo entre los carceleros y otros izquierdistas que entraron en la iglesia. En ella, delante de los demás presos, mataron a dos sacerdotes esa misma noche” (pág. 521).

Sebastián Cirac lo cuenta así en su Martirologio: “En la noche del 25 de julio [precisamente el titular de la parroquia de Quintanar donde se encuentran encerrados es el Apóstol Santiago], a don Alberto Morales Garay, coadjutor de la parroquia, después de tormentos indecibles, diez milicianos le hicieron una descarga; antes de morir pudo todavía gritar: ¡Viva Cristo Rey!...

Acostado cerca de este sacerdote estaba don Juan Dupuy Porras, capellán de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, al oír la descarga que causó la muerte de don Alberto se incorporó para darle la absolución, por lo cual uno de los criminales le disparó un tiro de escopeta en la sien, muriendo en el acto. Murió como había vivido, cumpliendo su ministerio sacerdotal y dando ejemplo de fe y de piedad.

“A la mañana siguiente, obligaron a los franciscanos a algo que tuvo que ser para ellos sobrecogedor, doloroso y fortalecedor a un tiempo: fregar la sangre del suelo con los manteos de los sacerdotes asesinados; era limpiar con sus manos la sangre de esos mártires y empapar con ella sus propios hábitos […] Se divulgó por el pueblo lo sucedido esa noche. Los rojos hicieron entonces correr la voz de que los presos se habían sublevado y determinaron matar a nueve de ellos antes que amaneciese. A la una de la madrugada sacaron de la iglesia a siete seglares, al P. Ayala y al Hno. Polo. Éstos salieron vestidos de hábito”. Era el domingo, 26 de julio y los fusilaron a 1km del pueblo.

Seguimos el “Martirologio de Cuenca” de Sebastián Cirac para conocer la vida de los dos primeros sacerdotes que sufrieron el martirio, ya relatado, en Quintanar de la Orden el 25 de julio de 1936.

 Alberto Morales Garay nació en Miguel Esteban (Toledo) el 28 de abril de 1882, hijo de Guillermo y Francisca. Tras realizar sus estudios en el Seminario de San Julián de Cuenca fue recibiendo las sagradas órdenes: el 18 de diciembre de 1903, tonsura y menores; el 29 de mayo de 1904 el subdiaconado; diácono, el 17 de diciembre de 1904. Y finalmente, fue ordenado sacerdote el 23 de diciembre de 1905.

 Don Alberto, coadjutor de la parroquia de Quintanar de la Orden, gozó siempre de la confianza de los párrocos, y por sus excelsas virtudes, así como por su buen carácter, fue muy estimado, tanto por los fieles como por los Prelados de la diócesis de Cuenca. Sus obras le habían granjeado fama de sacerdote celoso de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, por las cuales trabajaba sin descanso. Era también muy caritativo con los pobres, a los cuales socorría sin más límite que el de sus posibilidades. La furia marxista se desencadenó contra el santo y caritativo sacerdote, que fue preso el 21 de julio de 1936 y encerrado en la iglesia parroquial, convertida en cárcel, donde fue muy maltratado y sufrió crueles apaleamientos.

 Juan Dupuy Porras natural de Quintanar de la Orden (Toledo) había nacido el 23 de junio de 1869, hijo de Beltrán y Paula. Tras realizar sus estudios recibió el subdiaconado y menores por concesión apostólica, dispensado de la edad, el 22 de septiembre de 1893; dos meses después, el diaconado, el 22 de diciembre de 1893. Y finalmente, fue ordenado sacerdote el 16 de febrero de 1894.

 El 10 de mayo de 1908, cuenta “El Castellano”: “tuvo lugar en el Asilo de Nuestra Señora de los Desamparados la función religiosa que todos los años dedican las Hermanitas a su protectora la Santísima Virgen. Solemnes fueron los cultos. Ofició de preste el Sr. Aragonés, ilustrado párroco de esta localidad. El sermón lo pronunció D. Juan Dupuy con la elocuencia y unción evangélica en él peculiares. El altar e iglesia estaban adornados con sumo gusto. Durante el día, el santo Asilo fue visitado, admirando los que lo hacían el buen régimen y limpieza de todas las dependencias. Con este motivo las Hermanitas recibieron muchas y sinceras felicitaciones por sus desvelos en favor de los allí acogidos”.

 Al año siguiente, el 21 de agosto de 1909, al dar la noticia del fallecimiento del virtuoso sacerdote Miguel Delgado Torrijos, capellán de las Monjas Trinitarias de Quintanar de la Orden, se puede leer: “presidió el duelo don Juan Dupuy, sacerdote ilustrado y virtuoso. Acompañamos en su justo dolor a la familia, muy particularmente a los Sres. Dupuy, primos del finado”.

 En otra noticia, al referirse a la salud de la madre del siervo de Dios, se dice le presenta como “madre del elocuente orador sagrado D. Juan Dupuy”.

 La Semana Santa de Quintanar de la Orden hunde sus raíces en el siglo XVII, existen noticias de esta época gracias a los datos extraídos de un libro escrito por el siervo de Dios, que trata de las "Constituciones de la Cofradía de Jesús el Nazareno y la Soledad del año 1696, cuyas imágenes se veneran en la parroquia de Santiago de Quintanar”.

 Cuando estalla la persecución religiosa era el capellán de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Vivió lleno de celo por la gloria de Dios, siendo un sacerdote ejemplar, y en los últimos días de su vida, ni los halagos, ni las amenazas, ni los apaleamientos pudieron quebrantar la fortaleza de su fe. Al dominar la revolución roja, fue encarcelado en la iglesia, donde lo apalearon bárbaramente varias veces. Cuando, entre amenazas, le requerían los rojos para que blasfemara o dieras vivas al comunismo, replicaba él con entereza de mártir una y otra vez: ¡Alabado sea Dios!... ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!... ¡Viva Cristo Rey! Soportó con dignidad y valor tres o cuatro palizas formidables, bendiciendo entre tanto a los propios criminales.

 El 7 de septiembre de 1963 ABC daba la noticia de que: “en la capilla del Palacio Arzobispal [de Toledo], bajo la presidencia del cardenal primado, doctor Pla y Deniel, ha celebrado esta mañana (6 de septiembre) su primera sesión pública el Tribunal Diocesano que, presidido por el obispo auxiliar, doctor Granados, incoará el proceso de beatificación de los sacerdotes de la archidiócesis de Toledo que murieron víctimas de la persecución marxista en 1936. Fueron trescientos los sacerdotes martirizados, pero de ellos se seguirá el proceso de beatificación de treinta y dos”. Entre ellos figuraban en esa primera lista don Alberto Morales Garay y don Juan Dupuy Porras.

Cuando los heridos de la guerra empezaron a aumentar, las Hermanas de los Ancianos Desamparados, tuvieron que abandonar el Asilo -convertido en enfermería- y se fueron a vivir al convento franciscano junto a sus ancianos. Con ellas, pasados los primeros meses, aunque muy a escondidas, se volvió a oficiar la Sagrada Eucaristía, a la que asistían personas del pueblo [así hasta que pasó la guerra y las monjas volvieron a su Asilo, dejando libre la casa franciscana].

De nuevo retomamos el relato del padre Marcos Rincón, ofm, en “Testigos de nuestra fe. Mártires franciscanos de Castilla (1931-1939)” (Madrid 1997) quien afirma: “el 29 de julio los detenidos en la iglesia fueron trasladados a la cárcel a las 6 de la mañana. Eran veintidós seglares, seis franciscanos y varios sacerdotes. Iban atados por los brazos en grupos de dos o tres, custodiados por una docena de milicianos; no fueron maltratados en el trayecto. El 13 de agosto les mandaron quitarse el hábito y ponerse unos trajes pobres recogidos por el pueblo, burlándose de ellos cuando les vieron en ese atuendo”.

El martirio de otros sacerdotes llegaría la madrugada del 16 de agosto de 1936: se trata de los siervos de Dios Vicente Carrión Mellado, Ramiro Fernández Pintado y Narciso Naharro Díaz, los tres eran coadjutores de la parroquia de Quintanar, y los dos primeros hijos del pueblo.

“Entre las 2 y las 3 de la madrugada del 15 al 16 de agosto, los milicianos hicieron salir de la cárcel a los seis franciscanos, a estos tres sacerdotes y a dos seglares. Los sacaron descalzos para que no hicieran ruido, y con las manos atadas a la espalda. En un camión los llevaron al cementerio del pueblo. Su encarcelamiento de casi un mes había preparado a todos ellos para ese momento. Durante muchas horas de silencio y oración, lo habían visto como el momento supremo de entrega que Dios les pedía. No cabe duda de que en el trayecto se animarían los unos a los otros con algunas palabras en voz baja y se darían la absolución; se abrazarían en espíritu sintiéndose más hermanos que nunca.

Llegados al cementerio, fueron puestos en fila ante el piquete de ejecución. El martirio debió llegar sobre las tres de la madrugada”.

El padre Marcelino Mariano Camuñas -único franciscano natural de Quintanar- dijo a los verdugos que los perdonaba. El P. Raimundo Mur gritó: ¡Viva Cristo! Sus cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio y trasladados posteriormente a la iglesia parroquial, donde permanecen.

El siervo de Dios Vicente Carrión Mellado (1888-1936), hijo de Fidel y Julia; había recibido la ordenación sacerdotal el 23 de diciembre de 1911. Era coadjutor de su parroquia natal. Sacerdote muy celoso y devotísimo de Nuestra Señora de la Piedad, ostentando el cargo de mayordomo de la Virgen. Detenido el 21 de julio de 1936, se negó a entregar los fondos de la Virgen, a pesar de ser apaleado cruelmente por ello. En la cárcel sufrió un martirio horrible. Le intimidaban los milicianos a que gritara viva Lenin, y él contestaba siempre con energía: ¡Viva Cristo Rey! Después de crueles apaleamientos, que le hacían derramar sangre “por todos los poros y por sus carnes desgarradas”, le echaban cubos de agua fría sobre su cuerpo, y le sacaron los ojos estando vivo. Mientras estuvo en la cárcel, animaba y confesaba a sus compañeros de martirio, y él mismo se confesó con otros sacerdotes. El día del martirio, como narrábamos en la entrega anterior, el siervo de Dios fue conducido al cementerio con el resto del grupo y asesinado. Según los testigos después de las descargas quedó con vida, y así, viviendo, fue enterrado (S. Cirac, Martirologio de Cuenca, pág. 406).

El siervo de Dios Narciso Naharro Díaz (1886-1936), natural de Sigüenza (Guadalajara), hijo de Luis y Filomena, recibió la ordenación sacerdotal el 5 de junio de 1909. Era también coadjutor de la parroquia de Quintanar. Sacerdote ejemplar, celoso de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, muy caritativo con los pobre, y muy estimado por todos. Fue sacado de su domicilio por los milicianos, los cuales, entre insultos y culatazos, lo condujeron a la iglesia parroquial, convertida en cárcel, el 21 de julio de 1936. Allí lo maltrataron cruelmente, y como narramos en las primeras entregas, fue obligado a limpiar la sangre vertida por los siervos de Dios Juan Dupuy y Alberto Morales. La familia conserva una carta en la que los consuela, afirmando que ofrece su vida a Dios por la salvación de España (S. Cirac, Martirologio de Cuenca, pág. 414).

El siervo de Dios Ramiro Fernández Pintado (1864-1936). Según el libro de órdenes de la diócesis de Cuenca, sabemos que era hijo de Hilaria y Ulpiano, y natural de Quintanar de la Orden. Recibió todas las órdenes en el oratorio personal del señor obispo. Siendo las fechas de sus órdenes en 1887: de subdiaconado el 5 de marzo; de diaconado, el 26 de marzo y de presbítero, el 4 de junio, con dispensa de edad. Y con 72 años estaba ejerciendo de coadjutor en su parroquia natal.

El sexto sacerdote que sufrió el martirio en esta localidad toledana fue el siervo de Dios Félix Juan Antonio Botija Ortiz-Villajos (1856-1936), que era natural de Quintanar. Había obtenido el doctorado en Derecho por la Universidad de Valencia. Después, mediante oposición, fue nombrado secretario del Gobierno Civil de Ciudad Real. Con un brillante porvenir a la vista, se casó con una prima, la cual murió un año después. La muerte de su esposa cambió la vida del joven abogado, “que decidió amar y servir solo a Dios y al prójimo por Dios para el resto de su vida”. Para ello ingresó en el seminario de Cuenca, siendo un año después ordenado sacerdote. Eran varios los cargos públicos que aun desempeñaba por sus condiciones y esfuerzos personales, y a todos renunció: “él, que se había ordenado sacerdote, despreciando aquella vida que le brindaba un risueño porvenir, optó por ser capellán de las religiosas franciscanas de El Toboso (Toledo), donde edificaba con su ejemplar conducta, al mismo tiempo que iba remediando las miserias del pueblo con las rentas que tenía, heredadas a la muerte de su esposa”.

Contaba 80 años y estaba jubilado, cuando “en el mes de mayo de 1936 viendo la situación delicada se marchó a Madrid buscando la protección de un sobrino suyo que vivía en Tetuán de las Victorias”, pero este lo trajo de vuelta al Toboso. Posteriormente el siervo de Dios optó por trasladarse a Miguel Esteban, a casa de otro sobrino que residía allí. Un señor de este pueblo declara “que lo vio, cuando vinieron milicianos desde Quintanar, y se lo llevaron detenido en un coche”.

Los milicianos le exigieron diez mil pesetas para ponerlo en libertad; el siervo de Dios se lo hace saber a una hermana suya, quien requiere a unos parientes con resultado negativo. Al mes de estar detenido y después de haber asesinado a todos los sacerdotes y religiosos de Quintanar vuelven a exigirle dinero, “diciendo don Juan Antonio que solo poseía 1.000 pesetas -en la cartera- y 3.500 que había entregado al Sr. Cura de Miguel Esteban para que se las guardase. Entonces lo montan en un coche para dirigirse a Miguel Esteban a recoger dichas pesetas… pero se encuentran al llegar que el párroco ha sido asesinado… creyeron los milicianos que todo había sido un engaño, y de vuelta a Quintanar al llegar a las tapias del cementerio de dicho pueblo lo asesinaron disparándole varios tiros de fusil”. Era el 26 de agosto. Antes de morir perdonó a los asesinos, se arrodilló en la tierra, y así, de rodillas, en oración, recibió las descargas, que le mataron y le abrieron las puertas del cielo (notas tomadas de un manuscrito del sacerdote Modesto Huélamo Fraile (+1971), que fue párroco de Miguel Esteban y en Sebastián Cirac, Martirologio de Cuenca, pág. 405).

Nuestro último protagonista, el último en hacer ofrenda de su vida, es precisamente el arcipreste y párroco de Quintanar de la Orden: el siervo de Dios Antonio Segovia Muñoz (1878-1936), que era natural de Tarancón (Cuenca). Estudió en el Seminario de aquella diócesis, y tras recibir la ordenación sacerdotal y tras sus primeros nombramientos, sabemos que al final de la década de los años 20 era párroco de Tarazona de la Mancha (Cuenca). En una crónica de “El Castellano” sobre el cantemisa de Ismael Catalán Gómez, con fecha de 12 de julio de 1930, podemos leer: “Don Antonio Segovia, párroco de Tarazona, con fe de apóstol y entusiasmos fervientes, cantó elocuentemente la dignidad sacerdotal escuchado por el numerosísimo público que llenaba la hermosa iglesia”.

Meses después, el 5 de septiembre de 1930, nuevamente en “El Castellano” podemos leer: “En la tarde del domingo último [31 de agosto de 1930] acudió el pueblo en masa a recibir al que ha sido nombrado párroco-arcipreste de Quintanar, don Antonio Segovia, que sucede al que fue insigne doctor, sapientísimo orador y virtuoso sacerdote don Constantino Aragonés Torrecilla, de inolvidable memoria. Aproximadamente a la cuatro de la tarde, hizo una entrada verdaderamente triunfal, cruzando nuestras calles a los acordes de la banda y acompañando por las autoridades de todos los órdenes, fuerzas vivas y gran número de personas que le tributaron un cariñoso recibimiento.

Desde Tarancón, su pueblo natal, le acompañaban en automóviles personas salientes de aquella población y su prestigioso y querido arcipreste doctor don Hilarión Cabañero, así como también el presidente de la Diputación de Toledo, don Lisardo Villarejo.

Previas las ceremonias propias del caso, penetró en el amplio templo el cura párroco, teniendo allí lugar las presentaciones oficiales y de invitados. Después de recorrer las capillas y dependencias de la parroquia de Santiago, ocupó el púlpito y con voz emocionada, con acento cálido y acogedor, saludó a las autoridades, a los invitados, al pueblo todo, poniendo de relieve con admirables palabras la importancia de esta villa, de la que se ha formado una idea en su rápido paso por las calles. Dice que se encuentra bajo la emoción intensa e inefable del cariñoso recibimiento, pero que siente algún temor ante lo difícil de su nuevo cargo, el cual, siendo de por sí dificultoso, se hace mucho más complicado al suceder al que fue su eminente amigo don Constantino Aragonés, hacia el que siempre sintió admiración y al que mucho respetaba y quería. Pide la protección del cielo en todo momento y confía en poder salir adelante en cada caso, pues si las facultades naturales le faltaran serían suplidas por la mejor y más amplia voluntad y por el deseo que tiene de servir a Quintanar.

Excelente impresión produjo en el auditorio el discurso del orador; pero su voz y su expresión ganaron intensidad emocional y un cautivante interés cuando, momentos más tarde, subió al púlpito de la bella ermita de la Patrona, la Santísima Virgen de la Piedad

Al postrarse ante la Virgen en esta primera visita, la saludaba con una oración y, sabiendo la dicha de los quintanareños por acatar su divina protección, él, desde ese momento, solicitaba su ayuda invocando la palabra de Madre. Alrededor del concepto de maternidad, acerca de la inigualada y primordial importancia que para toda la creación tiene la santa palabra de Madre, construyó una verdadera filigrana oratoria, que era escuchada por todos no sólo con atención, con atención decidida, sino con entusiasmo tal, que se advertía contenido el latir de los pechos y algunas lágrimas asomaron francamente, rompiendo todo convencionalismo, a los ojos de los devotísimos hijos de la Virgen de la Piedad.

Exaltó en términos líricos y delicados el sentimiento materno y lo elevó al máximo cuando al decir Madre se habla de la Virgen.

Sabemos que esta salutación que pronunció desde el púlpito de la ermita, satisfizo mucho a sus numerosos oyentes.

Desde allí se trasladó la comitiva al Hotel Comercio, donde se sirvió un refresco […] Réstanos, antes de cerrar estas líneas, saludar con todo respeto al nuevo párroco arcipreste, darle la bienvenida y desearle de todo corazón una serie de aciertos en el desempeño de su importante y difícil cometido”.

Nos adelantamos a lo que sucederá con la Patrona

Sebastián Cirac afirma que “fueron saqueados y profanados la iglesia parroquial y los conventos, y las capillas de Nuestra Señora de la Piedad, de San Sebastián, San Antón y Santa Ana. La devastación fue tal, que todas las imágenes sagradas quedaron destrozadas y todos los objetos de culto fueron destrozados, robados o quemados”.

En el resumen por cifras que da expresa tajantemente: “altares, imágenes y retablos destrozados: todos”. En la imagen, el antiguo altar con la Virgen de la Piedad.

No ha pasado un año del nombramiento del siervo de Dios Antonio Segovia Muñoz como párroco de Quintanar, y no hace medio del establecimiento de la Segunda República, cuando le encontramos en Corral de Almaguer. Participa en un acto en homenaje a dos diputados: Dimas Madariaga y Ramón Molina, canónigo de la Catedral Primada de Toledo. El participar en este acto político puede confundirnos respecto al siervo de Dios, por eso incluiremos en esta última entrega el resumen de su intervención como la recoge “El Castellano” del 3 de agosto de 1931:

“Comienza por demostrar que aun cuando la Iglesia está al margen de toda idea política, no ha de regatear su aplauso a quienes por norma tienen la rectitud, la austeridad y la virtud. Es más. Cuando se trata de resolver grandes problemas nacionales, reclama un lugar para elevar su voz, aunque ni falte quien trate de subyugarla para que no aparezca como gran maestra de la vida.

Determina que sobre todo en los actuales momentos se precisa un gran espíritu de caridad, en la seguridad de que sin él todo cálculo es baldío, la doctrina social moderna no será tal si no está lubrificada con la caridad.

Los grandes problemas que afectan al pueblo español están resueltos con el programa de León XIII. Recordándolo, señala la actuación que corresponde a los obreros, al orientarse en la virtud y el ahorro, y la pertinente a los ricos, que no han de conformarse con enviar sus limosnas, sino aproximándose a los pobres con la debida prodigalidad.

Elogia la condición de estos pueblos honrados, sencillos y de castellanía brava e hidalga, alentándoles a obrar dentro de los límites de la prudencia, pero sin caer en el terreno de la cobardía”.

Nada que reprochar. Narrados ya los hechos en el pueblo, Sebastián Cirac sin noticias de lo sucedido al párroco en el verano de 1936 se limita a la afirmación en su martirologio de: “murió asesinado en Madrid, por Dios y por España”. La Causa General recoge en la relación de cadáveres recogidos en el término municipal de Vallecas (Madrid): Antonio Segovia Muñoz. De 58 años de edad, natural de Tarancón (Cuenca), domiciliado en Quintanar de la Orden (Toledo) y accidentalmente en Madrid, calle de Altamirano, nº 8. Sacerdote, hijo de Pablo y Filomena. Falleció en el km. 11 de la Carretera el día 24 de septiembre de 1936”.